Su retrato es el adorno más hermoso de mi casa, las solo tres paredes de mi habitación están aderezadas de maravillosos recuerdos de antaño, pero nada comparado con su rostro.
Por el día hacemos de nuestra vida algo similar a la de los otros, de noche, en la soledad de cada cuarto, somos nosotros, soy yo, a veces sobrecogido y casi siempre desconcertado. La noche te obliga a escupir lo que realmente eres y sientes, lo que ansías y deseas, te ilusiona y a veces también, lo que te parte en dos.
En la vida de los jóvenes, vida deliciosa y de derramado legado de energía y entusiasmo, podemos entrever las palpitaciones del corazón cuando el deseo se funde en un abrazo con la emoción que traduce los sentimientos a modo de pasión, los no tan jóvenes también.
En alguna parte recóndita de nuestro disco duro se forma un bucle interminable que no consiente la realidad de parte de la vida que no germina ni termina de consagrar como somos, lo que somos, y en alguna otra esquina de nuestro órgano de mando también existe otra cadena de montaje sin fin que gira y gira dándonos la fuerza necesaria para no darnos por vencidos y seguir luchando por los demás, por lo que amamos y a quienes protegemos.
Ya son demasiados años de desequilibrio sentimental, muchos años de añoranza brutal que ponen a prueba diariamente a ese disco duro que no descansa y empieza a comulgar con la duda que da la lucha entre la fuerza del amor fraternal y la del amor a uno mismo.
Mi desdicha no es la desgracia de quien está sumido y enganchado al proceso afectivo con otros, pero si al sufrimiento de aquel que ama sin remisión.
Cuando de día me poso sobre la tarima de tabla flotante, de la cual percibo ese bamboleo que amortigua todo mi peso en su base de madera, me siento bien, es de día, mi vida es similar a la de otros; cuando llega la noche, ese parqué flotante ya no me da tanto equilibrio ni seguridad, me siento inestable y trastornado pensando que me deparará el mañana.
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