Nos escuchamos a nosotros mismos cada día que "nadie es mejor que nadie", como también escuchamos aquello de "no debemos comparar a unos con otros", y que "uno deber ser él mismo".
Hoy admirar se ha vuelto sospechoso, cuando no claramente reprobable, algo de lo que si desearíamos avergonzarnos y, en consecuencia, una emoción que no conviene manifestar. Al fin y al cabo, toda veneración nos hace de menos en la medida en que nos reconoce desiguales por inferiores.
Y, sin embargo, vengo aquí nada menos que a predicar la urgencia de recuperar la admiración no solo como sentimiento moral, sino también como una virtud; es decir, no ya sólo como síntoma de la disposición favorable hacia los valores, sino como un valor fundamental, por eso esa admiración es un instrumento que mide el proceso moral.
Debe ser un sentimiento de alegría que brota a la vista de alguna excelencia ajena. De igual modo esa emoción contiene un elemento afectivo sin duda y en este caso además es el nutriente del mérito a ser fiel con uno mismo y con la creencia de que lo que debe premiar son los principios morales y por supuesto los del juego en si.
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